Hoy, 17 de octubre, mientras el mundo conmemora el Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza, en Cuba enfrentamos una cruda paradoja. El gobierno, incapaz de asegurar lo más básico, ha comenzado a vender carbón vegetal para cocinar. Nos empujan a retroceder décadas, como si nos pidieran vivir en tiempos anteriores a la electricidad. El precio del carbón oscila entre 600 y 800 pesos por saco, una cifra inalcanzable para la mayoría de las familias cubanas. Hoy, tras más de 16 horas sin corriente, el ingenio cubano se ve forzado a adaptar una antigua máquina de coser marca SINGER de Estados Unidos para improvisar una hornilla a carbón. Es irónico, ¿no? En plena crisis, hasta los objetos del «enemigo» de siempre nos ayudan a sobrevivir. Ese país al que el gobierno tanto critica es el mismo que provee alimentos y medicamentos que llegan hoy a la isla. Sabemos que el famoso bloqueo no es más que una mentira: lo poco que entra a nuestras mesas viene, en su mayoría, de Estados Unidos. Mientras tanto, el régimen sigue culpando a otros por su fracaso.
Nos han quitado tanto que ahora solo tenemos miseria. Más de dos millones de cubanos han tenido que huir de esta realidad. Y los que quedamos, ¿hasta cuándo vamos a seguir aguantando? No hay luz, no hay comida, no hay descanso. Sin embargo, los medios oficialistas siguen pintando una Cuba que no existe, donde nadie duerme en las calles, como si viviéramos en un país desarrollado. Pero la realidad es que los niños cubanos no duermen bien con apagones prolongados, en el calor asfixiante y rodeados de mosquitos. Los ves en las escuelas, con cuerpos cada vez más delgados, con extremidades huesudas que reflejan la falta de una alimentación adecuada. Esto no es vida.
A los padres, a las madres, a todos los cubanos: ¿hasta cuándo vamos a permitir que nos quiten todo? Ya no tenemos nada que perder, y es momento de que lo entendamos. No estoy llamando a la violencia, porque sé que este sistema ha sembrado el miedo con precisión. Las reuniones de rendición de cuentas no son más que un teatro. Solo van unas pocas personas: algunas obligadas por cumplir, otras relacionadas con la mafia del partido. Y aún entre ellos, se respira el miedo. Siempre hay alguien del MININT o del G2 presente, vigilando, controlando. ¿De qué cuentas hablamos si en este país las cuentas no cuadran desde hace tanto tiempo?
Pero no nos engañemos, cuando un pueblo se une, ni la represión más brutal puede detenerlo. Las brigadas de respuesta rápida no tienen poder frente a una nación enérgica y unida. Ya es hora de que dejemos de callar. Este país ha colapsado, y seguir esperando sin actuar es prolongar nuestro sufrimiento.
El silencio es el peor enemigo de un pueblo que ya no tiene nada que perder. Levantémonos juntos, no con violencia, sino con la fuerza de la verdad y la unidad. Porque si seguimos en silencio, estamos condenados a una vida aún más miserable.